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domingo, 31 de marzo de 2019

MANDY Y MAZMORRAS.


Sucedió una tarde de un lejano sábado, a mediados de los ochenta del siglo pasado. Un grupo de jóvenes se subía en una atracción de feria y era transportado a otra dimensión, donde cohabitaban los dragones en las mazmorras. Era el “opening” de una serie animada, que deslumbró desde esos primeros minutos, y lo que la hizo entrar en la inmortalidad catódica de toda una generación por estos lares, fue el “opening” español que contenía la canción del grupo Dulces. Bien, dejando atrás a la nostalgia más bastarda, que se convertirá en una de las dianas móviles de la película de Panos Cosmatos, es importante decir que estamos ante una película portal, es decir, una estructura que nos invita a dejar nuestro plácido mundo para adentrarnos en otro, de índole muy distinto. Nos propone por tanto un viaje, y como si fuésemos esa panda de dragones y mazmorras, nos hace cruzar a otra realidad. Una construida bajo el signo de la referencia y ejercitada desde el género. Pero lo gracioso y lo glorioso de Mandy (2018), y aquí nos encontraríamos con su juego de matrioshkas formal, es que su propio creador, cual mansoniano Jeremiah (Linus Roache), llega a pervertirlo de tal manera que el desafío ya no supone detectar la referencia, sino contemplar su mutación.


La secuencia hipnótica de Jeremiah frente a Mandy (Andrea Riseborough), sirve de umbral para que nos adentremos en la mazmorra de una manera, casi, litúrgica. El rito se alimenta de los objetos por lo tanto tiene un cariz fetichista: el Cuerno de Abraxas o la Hoja infectada de la Noche Pálida bien podrían representar el Cáliz o la Hostia Sagrada de cualquier ceremonia cristiana. El momento está impregnado de un tono de ritual lisérgico donde dos personajes se baten en duelo. La posesión ejercida por el gurú frente a la inquebrantable fuerza de voluntad de su víctima. Lo más fascinante es cómo está realizado. Sutilmente se van sucediendo fundidos del rostro de Mandy sobre el de Jeremiah, de tal forma que el plano parece hechizar no solamente al actante sino al narratario, haciendo desaparecer el elemento del montaje básico del plano/contraplano para configurar una especie de montaje interno dentro del mismo plano. La osadía formal es soberbiamente arrebatadora con el único fin de mostrar aquello que no se puede mostrar: escenificar la fusión de dos elementos disímiles negando al espectador su construcción.


Es un momento que nos recuerda a una película, y aquí se filtra el componente nostálgico sin duda alguna. Conan el bárbaro (Conan The Barbarian, John Milius, USA, 1982) se siente a lo largo de todo el metraje. Desde su comienzo, con esos planos de la fragua donde se está creando la espada atlante resonando en la fabricación del hacha del protagonista, hasta su final envuelto en llamas. Pero el objetivo no es el homenaje sino su posicionamiento como punto de partida sincretista del periplo de Red (Nicholas Cage) sediento de venganza.


El final de aquel film con el rostro de Thulsa Doom (James Earl Jones) intentando hipnotizar a Conan (Arnold Schwarznegger) es muy similar al de Jeremiah o el momento escalofriante en el que le quiere enseñar a un Red martirizado el significado del amor, colocando una bala en la recámara  de una pistola y ordenando a una de sus acólitas que se dispare sobre su sien, nos hace recordar a otro momento en el que Thulsa Doom enseña lo que es el poder a un Conan crucificado. Son resonancias internas que nos hablan de un cine de la postmodernidad sin ningún tipo de complejos. El relato se va nutriendo a medida que avanza, retroalimentándose de atmósferas y tonos que se van posicionando al margen de esa primigenia nostalgia para transformarla en una auténtica pesadilla. En Mandy se respira un ambiente malsano, la diégesis que acoge a sus criaturas es una finiquitada en bondad, y lo único que la puede habitar es la locura. Nos encontramos ante el colapso de una civilización, y solamente a través de las drogas y la religión uno puede sobrevivir. La sociedad naufraga entre ambas orillas y aunque parezca que pueda quedar abierta la puerta de una cierta esperanza al final, lo que permanece es la contundente redención: Red sube a su coche. Su contorno está definido por el color anaranjado de las llamas del templo al fondo del plano. El reflejo incandescente lo acompaña en el interior del vehículo mientras se produce el alumbramiento de una reminiscencia. No se sabe pero presumiblemente, esté recordando el primer encuentro con Mandy. Otra vez se vuelve a la frontalidad de las miradas pero está vez la unión es imposible, sólo queda el choque de focos azulados y naranjas dentro y fuera del pensamiento del héroe. Ella termina expulsando una lágrima y él, con el rostro encharcado de sangre, la dedica una sonrisa cartoonesca. Fin de la añoranza.


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