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domingo, 14 de abril de 2019

Día de Pre-estreno. Largo viaje hacia la noche. El tracto.



¿Qué es Largo viaje hacia la noche (Di qui zui hou de ye wan, Bi Gan, FRA/CHI, 2018)? No es una pregunta retórica, intenta desentrañar un enigma. ¿Qué es lo que se ha visto? O enunciar una cuestión de cómo se ha sentido un narratario frente a la diégesis de unas imágenes. No es fácil, requiere un proceso depurador, cuestionar la propia objetividad cinematográfica para construir una subjetividad versátil.
Año 2018, puede que la técnica ayude. La ubicación del post efecto 3D en el núcleo mismo de la narración nos posiciona en su umbral y lo pliega en dos partes, como si estuviésemos junto al protagonista Luo (Huang Jue) mirando el acantilado al que se dispone a cruzar. No existe mejor manera, y por tanto mejor forma, en pleno siglo XXI de realizar un viaje atávico definiendo un tracto, un espacio entre dos lugares. Un lugar donde la película y el espectador llegan a juntarse o a separarse. El actante colgado, sujeto a un arnés sobre una estructura de madera y funcionando con un mecanismo de polea, ligeramente balanceado, pasará al otro lado. Pero, ¿qué es ese “otro lado”? y sobre todo, ¿de qué hemos sido testigos hasta ahora? Dos preguntas metonímicas que escenifican la dupla narrativa del film.


                                                           EL RELATO.

Lou comienza una búsqueda que lo llevará de regreso a su ciudad natal, Kaili, en busca de una mujer, o quizás, del recuerdo imborrable de una mujer, Wan Qiwen (Tang Wei). Caminando pero sin caminar, haciendo honor a las palabras de  Manny Farber en su ensayo Hard-Sell Cinema en la revista de arte Perspectives, “no son paseos como exploraciones anatómicas de trasfondos densamente detallados”, refiriéndose al film Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, Raoul Walsh USA, 1939), pareciera que la realidad circundante no le interesa lo más mínimo. El actante camina entre los escombros de un pasado representado en una fotografía oculta detrás de un reloj. No será la primera vez que un objeto nos ayude a reconstruir el rompecabezas. El tiempo convertirá a Lou en un náufrago de su memoria. Y su efecto, la duración, será puesto a prueba. Esa exploración se nutrirá de un profundo impulso que mutará en trama detectivesca con un homicidio, el cadáver de su amigo Gato Salvaje (Lee Hong-Chi), en lo temático y la lluvia golpeteando el entorno, en lo ambiental. Texto y contexto se dan la mano para llevarnos por la senda de la construcción mítica, el género, y algunas de sus características más visibles, como la presencia del arquetipo, la femme fatale (Wan Qiwen), o asistir a una refundación del romanticismo (la búsqueda del amor más allá del tiempo y el espacio).
Aunque habría que señalar que el periplo del protagonista no acata ciertas características de una narrativa ortodoxa, como seguir una cierta linealidad del relato, conformando un mapa de idas y venidas discontinuo.


Lou habitará espacios acuosos entre tabiques que supuran humedad, remitiéndonos a la Zona de Stalker (Andréi Tarkovski, RUS, 1979), y construyendo un universo líquido que podría diluirse fácilmente como las evocaciones de las mujeres a las que encuentra el protagonista, que irremediablemente, se proyectarán en la seminal Wan Quiwen. Es la mujer que persigue en un coche y que al utilizar el parabrisas, además de apartar las aguas que nublan su visión, empaña, más si cabe, sus recuerdos.


Es la mujer que encuentra en el tren y también la misma que camina, con el pie desnudo por el contorno de un muro, manteniendo el equilibrio mientras Lou lo pierde, colgado frente a unos matones.


O la mujer que camina sobre las aguas mientras el protagonista regresa de las mismas en una planificada secuencia, magistralmente sencilla que nos plantea que el truco de la ilusión óptica está en observar con atención las cosas.


Son poderosas visiones, donde los personajes pululan por la escena y donde los objetos se transforman en portadores de sentido: una superficie oxidada revelando el proceso destructivo del agua, sin aclarar la investigación del protagonista, más bien, empantanándola en un sendero que, bajo sus aguas esconde secretos sumergidos. Fragmentos que  cobran vida a través del montaje de planos, algunos de ellos, secuencia que curiosamente, prohíben relatar.  La enumeración de las mujeres mencionadas es un buen ejemplo de su funcionamiento. Es la misma mujer todo el tiempo, pero parecieran variaciones de una misma: como objeto de búsqueda, siendo seguida lentamente por el protagonista, adentrándose en un solitario túnel, ayudando a construir un papel pasivo sobre el deseo del héroe; como observadora, a través de un espejo de maquillaje en un tren, rompiendo dicha pasividad y activándose el elemento simbólico, cuando camine sobre las aguas. Pareciesen planos deshilvanados de una estructura que niega el significado en cadena de causa y efecto.  Fogonazos extraídos de una lámpara de queroseno que titilantes, conquista la oscuridad de una sala oscura a donde llegará Lou. Cansado de su exploración entra en un cine y se pone a mirar una película. ¿Y qué será lo que verá el espectador después de que el personaje se ponga las gafas? Largo viaje hacia la noche comienza.


                                                         LAS IMÁGENES.
La construcción mental, independientemente de su sentido consciente (recuerdo) o inconsciente (sueño) de Lou, es la auténtica protagonista al otro lado y el plano secuencia de una hora otorgará unicidad a sus imágenes. Una construcción donde el  post efecto aprensivo tridimensional es demoledor y donde ya  no existe el tiempo propiamente dicho, solamente está el existir. De ahí la sensación “duermevela” de habitar el plano junto a los actantes. De ahí la convicción de que el concepto de duración quede suspendido y ligado a la ilusión que tarda una bengala en apagarse. Esa sensación del plano suspendido por una cámara drone, de alguna manera recuerda al concepto de cámara desencajada de Karl Freund, en el que Siegfried Kracauer en su necesario De Caligari a Hitler. (Editorial Paidos, Serie Comunicación) escribía acerca de la movilidad de la cámara, a propósito de El último (Der letzte Mann, F.W. Murnau, ALE, 1924), influyendo poderosamente en la técnica cinematográfica del Hollywood de la época: “en toda esta película, la cámara gira en panorámica, se desplaza y se vuelca hacia arriba y hacia abajo. Con una persistencia que no sólo redunda en una narración visual de fluidez completa, sino que también permite al espectador seguir el curso de los hechos, desde distintos ángulos. Psicológicamente el espectador es ubicuo.”


Palabras que resuenan en el caminar de Lou por la feria o por el salón de juegos del pueblo. En definitiva, aristas que son rozadas por el efecto nervioso de una Steadycam potenciando su fisicidad y llegando a esa casa que acoge a los dos amantes y empieza a girar a medida que ambos se besan, pivotando sobre un eje imaginario. El hechizo nos empuja, irremediablemente otra vez, a Tarkovski y a su hipótesis de un cine holográfico en el documental El cine es un mosaico hecho de tiempo (Il Cinema è un mosaico fatto di tempo, Donatella Baglivo, ITA, 1984) donde el director ruso conjeturaba la idea futura de una película en la que los espectadores la podrían ver de diferente manera dependiendo de donde estuvieran situados, enunciando la potencialidad del efecto tridimensional, moviéndose hacia el centro de una casa sin ángulos ni esquinas y regresando al concepto de omnipresencia.


Contrariamente a lo que pasa en la primera parte, el plano secuencia eludiendo el montaje, amplifica la pureza de las imágenes otorgándoles un halo de hiperrealidad. La presentación del “doppelgänger” como el de Gato salvaje de niño (Luo Feiyang) o la de Wan/Kaizhen en el escenario de la feria, escenificará el desdoblamiento de los personajes en el otro extremo del tracto, ubicados estratégicamente en la laberíntica estructura del pueblo y perfilan un detallado juego de contraste: entre el papel de la turbia Wan frente a su otro yo, la inocente Kaizhen, o la madre de Gato Salvaje (Sylvia Chang) que en un lado es sosegadamente pasiva y observadora y en el otro, la mujer pelirroja violentamente activa.


Además existen puntos en común entre diferentes acciones realizadas por varios personajes que plantean un interesante proceso de bilocación: Gato salvaje comiéndose una manzana entera en Kaili y Lou, imitándolo en su mente. Pareciesen un mismo personaje en diferentes espacios que van nutriéndose para enriquecer el resultado de una experiencia, una que no se agota en los títulos de créditos finales cuando suena Azami–jo Lullaby (Miyuki Nakajima, 1976). ¿Qué hace una nana japonesa en una producción china? Otro misterio, el tracto sigue abierto.



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