Mike
Leigh cuenta que se quedó estupefacto al comprobar que
existía mucha gente en Inglaterra que desconocía lo que sucedió en el campo de
San Pedro, un 16 de agosto de 1819. ¿Alguien recordaría hoy lo que fue el
movimiento comunero en España? Perturba sólo pensarlo. La peor de las tragedias
de la Historia es la de su olvido y por tanto, el tema de la memoria y su
pérdida se convirtieron en el leitmotiv de Peterloo, o por lo menos en un
principio, porque después veremos que Leigh
tomará otros caminos que le llevarán a destinos peligrosamente maniqueos. El
querer ser depositario de la verdad la condena, abocándola al reino de la
subjetividad de sus creadores. Retomemos al personaje del soldado, la decisión
de abrir el relato y cerrarlo le otorga una mayor visibilidad frente al resto
de actantes pero el director, en un ejercicio consciente, decide ningunearlo de
la narración situándolo en sus márgenes hasta los planos finales de la masacre.
De alguna manera Joseph se ha erigido como representación de ese olvido y es
ocultado, casi borrado, sucesivamente de la historia. ¿En detrimento de qué o
de quién?
Mike
Leigh nos lo insinúa con un sutil movimiento. En la
primera secuencia en el Parlamento inglés
vemos a un orador despotricar sobre la masa y seguidamente, en una
panorámica hacia la izquierda, vemos al resto de políticos chillándole y
otorgándole la razón. El plano empezó a estar habitado por un individuo y,
seguidamente, lo está por un grupo y a partir de este momento, y en salvadas
ocasiones, el verdadero protagonismo recaerá sobre la gente, engullendo al
individuo. Quizá hubiera sido interesante haber utilizado solamente al soldado para
escenificar el Mánchester del siglo XVIII, volviendo a representar las
diferencias sociales o las costumbres y modos del pasado, pero eso ya fue lo
que el director realizó en su anterior film, con la figura del pintor William
Turner (Timothy Spall) en Mr Turner (2014), por lo tanto Leigh ha decido, y eso le honra, no
repetirse, proponiendo invadir sus planos de obreros y terratenientes con el
fin de “chillar” acerca de la reforma parlamentaria y su violenta represión.
Y este alzamiento de voz
perjudica, o más bien, lastra el desarrollo de la diégesis focalizándola
positivamente sobre una parte del conflicto y negativamente sobre la otra.
Personajes que rozan el sarcasmo escénico, sobre todo en políticos y
terratenientes, y en algún que otro informador y alguacil, todos pertenecientes
a un mismo lado diríamos que el de los poderosos frente a la bondad y bonhomía
del otro, es decir, de los trabajadores y campesinos que conforman la masa más
desfavorecida. Lo curioso, a veces, es que el director pareciera ir en su contra planteándose una
especie de “intrahistoria”, como la presentación de la madre de Joseph, Nellie
(Maxine Peake). Primero veremos sus manos amoldando, contundentemente
la masa del pan y después trémulas, al darle un vaso de agua a su hijo
retornado del infierno. La fuerza y debilidad forjan al personaje.O también podríamos resaltar esos segundos de euforia donde los oradores intercambian miradas cómplices en sus discursos, ajenas a un público que se va a dejar manipular por lo que quieren oír de sus políticos pero estos acercamientos detallistas se desvanecerán en detrimento de la “Historia”, aliada del espectáculo, sobre todo en los momentos finales de la carga de la caballería, donde nos puede traer recuerdos de Jacques Rivette y su abyección sobre un cierto travelling. Hasta qué punto es justificable, y por tanto, soportable ser testigos de una tragedia. Hasta qué punto es gratuita la invitación a situarnos en un lado de un conflicto, ¿y en el otro? Y más importante, ¿quién dice que ambos no son los lados incorrectos de la Historia?
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