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domingo, 12 de mayo de 2019

DÍA DE ESTRENO. PETERLOO. La memoria y el olvido. Los dos lados incorrectos de la Historia.

La historia empieza y termina con un soldado, Joseph (David Moorst) en acción. En el prólogo, está ubicado en la batalla de Waterloo (18 de Junio de 1815, Bruselas) y lo que tendría que haber sido un momento glorioso, la coalición entre británicos, holandeses, alemanes y prusianos otorgando la victoria a Inglaterra frente a la Francia de Napoleón, sin embargo, se muestra como su antítesis. No existen motivos para celebrar el éxito en el campo de batalla. Cuando se enfrentan dos lados, ambos pierden. El hecho de la confrontación escenifica el fracaso absoluto. El soldado se muestra aturdido, desorientado, deambulando por los campos, acompañado de  los ruidos de las salvas de cañón y sus explosiones, mezclados con gritos y lamentos. Su obstinación en mantener su condición de corneta en un régimen, que pronto será olvidado, le hace tocar una y otra vez la trompeta, transformándole en un ser enajenado. En su regreso a la patria, Joseph se revelará, ya no solo como un herido más de las guerras, sino que naufragará en el propio relato, apareciendo y desapareciendo como si fuese un fantasma, un reflejo de la persona que fue, como se puede comprobar cuando camina con otros heridos, conformando una gloriosa banda de desamparados soldados de su majestad, caminando por una rivera y observando sus reflejos en el agua.




Mike Leigh cuenta que se quedó estupefacto al comprobar que existía mucha gente en Inglaterra que desconocía lo que sucedió en el campo de San Pedro, un 16 de agosto de 1819. ¿Alguien recordaría hoy lo que fue el movimiento comunero en España? Perturba sólo pensarlo. La peor de las tragedias de la Historia es la de su olvido y por tanto, el tema de la memoria y su pérdida se convirtieron en el leitmotiv de Peterloo, o por lo menos en un principio, porque después veremos que Leigh tomará otros caminos que le llevarán a destinos peligrosamente maniqueos. El querer ser depositario de la verdad la condena, abocándola al reino de la subjetividad de sus creadores. Retomemos al personaje del soldado, la decisión de abrir el relato y cerrarlo le otorga una mayor visibilidad frente al resto de actantes pero el director, en un ejercicio consciente, decide ningunearlo de la narración situándolo en sus márgenes hasta los planos finales de la masacre. De alguna manera Joseph se ha erigido como representación de ese olvido y es ocultado, casi borrado, sucesivamente de la historia. ¿En detrimento de qué o de quién?


Mike Leigh nos lo insinúa con un sutil movimiento. En la primera secuencia en el Parlamento inglés  vemos a un orador despotricar sobre la masa y seguidamente, en una panorámica hacia la izquierda, vemos al resto de políticos chillándole y otorgándole la razón. El plano empezó a estar habitado por un individuo y, seguidamente, lo está por un grupo y a partir de este momento, y en salvadas ocasiones, el verdadero protagonismo recaerá sobre la gente, engullendo al individuo. Quizá hubiera sido interesante haber utilizado solamente al soldado para escenificar el Mánchester del siglo XVIII, volviendo a representar las diferencias sociales o las costumbres y modos del pasado, pero eso ya fue lo que el director realizó en su anterior film, con la figura del pintor William Turner (Timothy Spall) en Mr Turner (2014), por lo tanto Leigh ha decido, y eso le honra, no repetirse, proponiendo invadir sus planos de obreros y terratenientes con el fin de “chillar” acerca de la reforma parlamentaria y su violenta represión.
Y este alzamiento de voz perjudica, o más bien, lastra el desarrollo de la diégesis focalizándola positivamente sobre una parte del conflicto y negativamente sobre la otra. Personajes que rozan el sarcasmo escénico, sobre todo en políticos y terratenientes, y en algún que otro informador y alguacil, todos pertenecientes a un mismo lado diríamos que el de los poderosos frente a la bondad y bonhomía del otro, es decir, de los trabajadores y campesinos que conforman la masa más desfavorecida. Lo curioso, a veces, es que el director  pareciera ir en su contra planteándose una especie de “intrahistoria”, como la presentación de la madre de Joseph, Nellie (Maxine Peake).  Primero veremos sus manos amoldando, contundentemente la masa del pan y después trémulas, al darle un vaso de agua a su hijo retornado del infierno. La fuerza y debilidad forjan al personaje.



O también podríamos resaltar esos segundos de euforia donde los oradores intercambian miradas cómplices en sus discursos, ajenas a un público que se va a dejar manipular por lo que quieren oír de sus políticos pero estos acercamientos detallistas se desvanecerán en detrimento de la “Historia”, aliada del espectáculo, sobre todo en los momentos finales de la carga de la caballería, donde nos puede traer recuerdos de Jacques Rivette y su abyección sobre un cierto travelling. Hasta qué punto es justificable, y por tanto, soportable ser testigos de una tragedia. Hasta qué punto es gratuita la invitación a situarnos en un lado de un conflicto, ¿y en el otro? Y más importante, ¿quién dice que ambos no son los lados incorrectos de la Historia?

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