Y seguimos jugando en
Incitar a escribir porque el componente lúdico es esencial, ya no sólo como objetivo en este taller literario, sino en la vida misma. De alguna manera creemos que es la génesis humana del aprendizaje, buscar, determinar, construir. Algo de eso intentamos hacer, ni siquiera nos hemos parado a pensar si lo hemos conseguido, simplemente estamos en ello.
Impresiona el set up del jueguito en cuestión pero centrémonos en la aventura que nos corresponde.
Ante nuestros héroes se encuentra un escenario que posee unas losetas tan interesantes como las de abajo, ya sabéis que siempre os lo digo, la escenografía es importante pero solamente para potenciar algo que está por encima de la misma, vuestra imaginación.
Sigue lloviendo en nuestro Londres particular hermanado con ese estilo steampunk que se fusiona a la perfección narrativamente. Seguimos tras la pista de los diversos fragmentos de la estela de Moloch para que el Culto no pueda llegar a resucitarlo y esta búsqueda nos ha llevado hasta la zona portuaria donde nos espera un personaje muy peculiar, el capitán del Ron Rojo, Melville Sutcliffe.
Él y ella merecen ser expuestos aquí, aunque la malvada de turno aparecerá poco en esta aventura. Si es cierto que marginalmente estará tocando un poco los... bemoles pero no la veremos mucho. Ira Kodich se encontrará justamente al fondo del tablero en unos almacenes del puerto intentando llevar a cabo un ritual para poder conseguir esa maldito fragmento de estela de Moloch.
No me gustaría pasar por alto otro momento arrebatadoramente escenográfico del juego. Ira Kodich leyendo en las entrañas de un pez su destino. Bien, recordemos que la partida arranca despojándonos del personaje de la diletante, Emma Watson que tan buenos momentos nos ha regalado en el anterior capítulo (Egipto
I y
II) pero al mismo tiempo nos convoca a conocer a nuevos.
El capitán Sutcliffe supondrá un poderoso aliado frente a la horda de enemigos nuevos que nos encontraremos en los muelles.
Madame Edwarda hace acto de presencia junto a una horda de Payasos asesinos y otra facción también: el Pozo, que dios nos pille confesados porque viene con toda su troupe de freaks capitaneados por las hermanas Hammersmith y el pirómano Damon.
La partida prometía emoción y grandes momentos de tensión y la verdad es que se consiguieron.
Y después de algunas bajas...
...se volvió a conseguir otro fragmento y si bien es cierto que el objetivo del capítulo era conseguir la parte de la estela de Moloch que nos faltaba, nadie nos asegura salir con vida de los muelles pero bueno eso ya es otra historia.
Sin más, comenzamos. (Una pequeña puntualización, aunque leamos Chapter 3 en el manual de campaña, corresponde al Capítulo 4).
En capítulos anteriores:
Prólogo.
Capítulo 1. A una hora intempestiva.
Capítulo 2. El conservador fantasmagórico.
Capítulo 3. Egipto. Primera parte.
Capítulo 3. Egipto. Segunda parte.

La vio por
última vez alejarse en uno de los carruajes del Club Unicornio. Su cuerpo
mostraba heridas por todo su elegante perímetro, podría haber llegado a pensar
sir Cavendish al otearla. La señorita Watson intercambió también miradas con el
resto de sus compañeros pero reposó sus pupilas sobre las de Walther. Sabía que
había sido él, en uno de sus intentos caballerosos, el culpable de que se la
llevasen. Se podría haber metido la caballerosidad por donde mejor le cupiese,
también llegó a pensar. La bocanada de humo negro, expulsado intermitentemente
de la chimenea del carruaje, la despertó de sus pensamientos empañando su
visión unos segundos, los precisos para saber que sus compañeros iban a ser
engullidos por una masa zombificada. Parecía imposible que pudiesen llegar al
Ron Rojo. Inesperadamente, sintió un profundo pinchazo sobre su muslo derecho. Se
tocó su pierna derecha durante el tiempo que duró el agudo dolor, al fin y al
cabo, puede que tuvieran razón sus colegas, puede que no estuviese al cien por
cien. Echó su cabeza hacia atrás y rápidamente se acunó en los brazos de Morfeo
al mismo tiempo que empezaba a oír los primeros gritos.
El mekamancer asintió aliviado. El carruaje se
perdió de su vista en una de las angostas calles que limaban la entrada del
muelle de Bermondsey. Quizá lo que llegó a oír la diletante no era otra cosa
que las risotadas de Drago abriéndose y abriendo cráneos, literalmente. Walther
parapetado detrás de su amigo y Abigail guardando sus espaldas, caminaban
lentos pero seguros. Sus pies pronto dejaron atrás el barro pringoso y los
adoquines mojados de la calle para invadir las tablas de madera que
configuraban la endeble superficie del muelle. La lluvia en vez de molestar
resultaba tonificante para sus cuerpos que no dejaban de moverse nerviosamente,
adelantándose a sus atacantes pero al mismo tiempo retrocediendo, formando una
unidad compacta contra los mismos. No tardaron en llegar a una especie de
barricada confeccionada por restos de navíos apilados en cajas que formaban un
rectángulo que los impedía el paso. Una cabeza les hizo detenerse bruscamente
dirigiéndose hacia ellos.
—Vaya,
vaya. ¡El legendario Club Unicornio me honra con su presencia!
La cabeza estaba cubierta por una gorra blanca con
visera que ocultaba casi su rostro, dejando solamente ver parte de su ojo
derecho. La barba grisácea parecía proteger todo el perímetro del cuello,
arremolinándose a su contorno, y parte de su contorno facial. De su oreja
derecha sobresalía una cornetilla enmohecida, incrustada en su mismo pabellón
auditivo.
—¿Capitán
Sutcliffe, supongo? —Inquirió Abigail.
Un silbido se fue prolongando en el aire hasta
presentar una masa compacta de queroseno y petróleo embadurnado, que impactando
en una de las cajas produjo una pequeña explosión en sus aledaños. Las bolas
llameantes se multiplicaron por diez extendiéndose por la barricada. La madera
empezó a crepitar aunque la lluvia persistía.
—Me temo
que como esto siga así, no. —Ironizó la cabeza.
Los miembros del Club Unicornio intercambiaron
sonrisas.
—¿Y
bien?... ¿Quieren que les sirva el té aquí o qué?
Sir Cavendish y los demás reaccionaron torpemente
empezando a moverse hacia la barricada. Al encaramarse sobre una de las cajas,
el mekamancer comprobó algo.
—¡Ya no
están! —Se preocupó.
Abigail y Drago también echaron un vistazo a sus
espaldas y comprobaron que los zombies habían desaparecido de una manera
fulminante. El fuego continuaba siendo el único peligro en Bermondsey, haciendo
peligrar su propia estructura de madera y amenazando a su principales
habitantes, sus barcos que se empezaban a mover inquietos por el vaivén del
agua. Los tres se buscaron en sus miradas. Algo no estaba bien.
—¿Quieren
esa maldita piedra o no?
Walther fue el primero en saltar al otro lado de la
barricada. Los pies del mekamancer tocaron una superficie de hierro. Abigail y
Drago también cayeron mirando como su anfitrión volvía a desaparecer por una
escalerilla dejando una escotilla abierta. Varias risitas más allá de la
barricada les hicieron voltear sus miradas. Drago fue el primero en mirar entre
las rendijas de las cajas apiladas. Sus cejas peludas se contrajeron mirando
extrañas sombras apelotonándose cerca. Eran pequeñas y parecían llevar un
ridículo sombrerito.
—¡No
puede ser! —Abrió y entrecerró sus ojos.
Se echó atrás pensando en lo que había contemplado
mientras sus compañeros lo miraban, aún más extrañados. El hombre lobo volvió a
mirar por una de las rendijas y pudo comprobar asombrado lo que se avecinaba
hacia ellos.
—¿Payasos?
—¿El
circo aquí? —Abigail se elevó unos centímetros para averiguarlo.
—O peor,
El pozo.
Había cientos de Payasos o mejor dicho, Payasetes. Pequeños
seres que se desplazaban, a gran velocidad, dando saltitos. Parecían que
disfrutaban haciéndolo con sus sonrisas deformadas, jadeando y enseñando sus afilados
dientes al mismo tiempo que se acercaban a la barricada. Iban vestidos con un
mono rojo cosido con retales de colores en forma de rombo y llevaban unos
alzacuellos, parecido a los usados por la nobleza en la antigüedad,
extendiéndose exageradamente alrededor
de su cuello como si fuesen hojas de acordeón. Parecían haber salido de alguna
función de circo. Sostenían con ellos unas cachiporras y la lluvia borraba, en
algunos rostros, la pintura que usaban para cubrírselos pareciendo que sangraban.
No dejaban de berrear en su
acercamiento.
—Puede
que Walther tenga razón. —Respondió envalentonada la arcanista desde las
alturas.
—¡SEÑORES! —Gritó Sutcliffe.
Los tres volvieron a reaccionar rápidamente,
desaparecieron de la barricada. El mekamancer fue el último cerrando la
escotilla. La rueda oxidada se movió lentamente al mismo tiempo que las sombras
de los payasos se empezaban a perfilar, iniciando una invasión de risas y
gritos.
Todavía parecía estar vivo. Su gran aleta se
movía como si se tratase de impulsos
eléctricos cada vez que unas pálidas manos se introducían en su estómago y
extraían sus intestinos. Una lámpara sostenida en un herrumbroso artesonado,
zarandeándose por el viento que se filtraba entre los quicios del techo,
proporcionaba intermitente luz al habitáculo. Cuando la lámpara emitía un ruido
parecido a un relincho, la mujer dejaba de operar y dedicaba unos segundos a
mirar sobre su cabeza el movimiento oscilante del objeto. Había más gente en el
interior de lo que parecía una de las lonjas que dispensaba el pescado
capturado en Bermondsey. Se veían sombras cuando el pendular movimiento de la
lámpara giraba para un lado mostrando su origen y abocando al otro a una
discreta penumbra. El pálido rostro de Ira Kodich contemplaba desconfiada el
movimiento y después regresaba a sus quehaceres quirúrgicos. Sus manos regresaban
al interior del pez gigante revolviendo lo que encontraban a su paso, sacando metros
y metros de intestinos. Cada vez que sacaba más vísceras, más sonreían dos
mujeres próximas a ella.
—¿Hay
más? —Gruñó una.
—¡Es
enorme! —Se asombró la otra.
Ambas mujeres compartían el mismo entusiasmo y
excitación cada vez que Ira confeccionaba su cirugía.
—¡Niñas!
¡Niñas!
Alguien abrió contundentemente la puerta de la lonja
acompañada por un gigante. Portaba un curioso aparato que desprendía un hilillo
de humo. Vestía de una manera elegante con un pantalón a rayas rojo y un chaqué
marrón. Llevaba una máscara terminada en pico que recordaba a aquellas
utilizadas en la baja edad media para combatir la peste. Su cabeza alargada
llevaba un sombrero de copa alto que multiplicaba su estatura, más si cabe.
Detrás, colgado de su espalda, transportaba una especie de cilindro metálico
que iba conectado a una manguera y ésta a un pequeño cañón portátil sujetado
por sus alargadas manos. Su acompañante sujetaba un candil en su mano derecha
alumbrando su perímetro. Iba vestida con un traje rojo que cubría todo su
cuerpo. Su rostro iba cubierto por una tela grisácea con un símbolo dibujado en
el centro. No dejaba de respirar con una cierta dificultad y a cada exhalación
se producía un sutil temblor en la tela, que con el paso del tiempo o la
dejadez de su propietaria, parecía además de sucia, roída, en descomposición perpetua.
—Dejad
que la sacerdotisa haga su trabajo.
Empezó a moverse pero lo hizo de una manera
grotesca. Las huesudas manos levantaron el refajo del vestido y descubrieron
dos cosas sorprendentes. La primera fue que la señora no tenía piernas sino un
par de muñones a la altura de sus rodillas erosionadas y la segunda, una masa
gelatinosa de ojos y carne aprisionada en una especie de jaula. No tardó mucho
en reaccionar, empezando a deslizarse por el suelo de la lonja ensuciándose con
una especie de baba. El gigante la seguía escoltándola. A medida que se
acercaban a la sacerdotisa, la llama del cañón iluminaba mejor la sala de
operaciones y a sus habitantes. Otra sorpresa apareció. Junto a Ira Kodich no
había dos mujeres sino una sola. El grueso cuerpo compartía dos cabezas obesas.
Una de ellas con el pelo negro suelto llevaba un bombín y la otra rubio,
recogido en un moño, iba decorado con una rosa. Ambas compartían un cuerpo
gelatinoso, rechoncho que llevaba una especie de bikini y terminaba en un
extraño tutú. Todo su desproporcionado cuerpo mostraba tatuajes en su
perímetro.
—Tranquila, Madam Edwarda…
Ira Kodich tiró fuertemente de un intestino y lo
sacó de cuajo, con tal violencia que la sangre expulsada hizo que se le
escapase y golpease uno de los rubicundos rostros de la mujer. Ésta no dejaba
de reírse mientras la otra cabeza intentaba mordisquear el trozo de intestino
que rápidamente se deslizaba por el otro rostro.
—…ya casi
he terminado de limpiarlo. Y las hermanas Hammersmiths son un encanto.
La señora llegó a donde se encontraba la sacerdotisa
y miró al pez muerto.
—¿Os dijo que lo guardó en el interior?
—Sí. Me dijo que lo tenía en el pez más grande
que había pescado esta mañana.
—Espero que esto ayude a tu dios ese.
—Moloch está cerca, Madam Edwarda.
—Cuento
con ello, querida. Esa es una de las razones por las que El pozo se ha unido a
vos y a vuestro culto.
—Y
también es una de las razones por las cuales hemos dado credibilidad a Melvin
Sutcliffe.
El gigante y Madam Edwarda miraron extrañados a Ira
Kodich.
—Siendo
un miembro importante del Pozo, no nos podría engañar, entre otras cosas porque
si lo hiciese, mancharía su organización, y algo más importante creo yo, la
mancillaría a usted.
Al oír eso, el gigante gruñó y empezó a revolverse.
La punta del cañón empezó a expulsar un ligero pitido y una llama empezó a
formarse en el nimio espacio, apuntando a la sacerdotisa. Ira Kodich dejó de
buscar en el interior del estómago del pez y se echó atrás pero su cuerpo chocó
con el orondo de las Hammersmiths, que la sonreían exageradamente.
—Tranquilo Damon y niñas.
El gigante se relajó, parecía más calmado. La llama
se disipó y la mujer con dos cabezas se ladeó a un lado dejando espacio a la
sacerdotisa de Moloch.
—Ya ve,
todos estamos un poco nerviosos. Todo depende de ese fragmento, ¿verdad?
Parecían haber andado unos metros por debajo
de la estructura del muelle. No sabían muy bien a donde les conduciría el lento
caminar del anciano pero lo seguían por un estrecho pasadizo, alumbrado por
unas antorchas posicionadas a ambos lados de las paredes metálicas. Un
incesante goteo proporcionaba un incómodo repiqueteo que ponían a prueba al más
tranquilo de sus habitantes.
—¿Os
asombráis que la República del Pozo esté detrás de todo esto?
—¿Qué es…
“todo esto”, Sutcliffe?
El anciano se detuvo en seco y se giró bruscamente.
Retrocedió enfadado unos pasos hasta llegar a la altura del mekamancer.
—¿Veis
que ya tengo unos añitos, verdad, Sir…?
—Cavendish. —Terminó el mekamancer por el anciano.
—Bien, ustedes la gloriosa estirpe de los
Barones de la industria y la construcción de nuestro maravilloso imperio, consiguieron
con facilidad el título de SIR. Bien, yo tengo el mío así que le ruego que lo utilice.
—Capitán Sutcliffe.
—Sí señor, Melville Sutcliffe para ser más
exactos.
—Tengo
que decirle que eso de los barones… —se intentó justificar el mekamancer—… ya
pasó a mejor vida, capitán.
—Ya lo
sé, Sir Cavendish, el Culto y su Tanocracia no fue algo muy positivo para sus
negocios pero… ¿aún mantienen el estado de sir, verdad?
—A veces
pienso que es lo único que nos queda.
—Piense
que el resto no tenemos ni siquiera eso y sobrevivimos en este mundo caótico
como podemos y a veces, cuando nos dejan. La República del Pozo no salió de la
nada señores. Fue la necesidad, la desigualdad, los que lo crearon.
Inesperadamente empezaron a oír gritos cada vez más
cerca. Drago se dio la vuelta y miró al fondo del pasillo. No vio nada pero si
escuchó los alarido y risitas que entraban en un peculiar acompañamiento con el
incesante goteo.
—¡Tenemos
que darnos prisa! —Alertó el capitán, reanudando la marcha—. Han conseguido
entrar.
—¡Bah!
Son unos payasos de nada. —Se mostró bravucón Drago.
—Ya pero son muchos, señor.
—¡Qué son
unos cientos para estos puños!
—Razón tenéis
pero no habéis aprendido nada del factor geográfico en Vallachia, señor.
—Vaya,
otro que sabe de mi país.
—Puede
que tenga razón, —comentó Abigail mirando a su alrededor—. Este pasillo es muy
pequeño, pronto nos veríamos invadidos por esos diablillos y nuestro margen de
acción se vería asfixiado.
—Habla la
voz de la experiencia, tendría que haber más mujeres en la Royal Navy.
La arcanista le dedicó una sonrisa al marinero. Los
tres reanudaron el paso sin dejar de oír la algarabía, que iba siguiéndoles.
—¿Y bien? —Sonó impaciente Madam Edwarda.
—Es un
pez grande, Madam
—Ya, y me
parece que vos tenéis unas manos muy pequeñas. Dejadnos a nosotras.
Las hermanas Hammersmiths se acercaron
peligrosamente a Ira Kodich, zarandeándola.
—Pero qué
hacéis… ¡Estúpidas!
La oronda mujer se quedó parada y Damon empezó a
encender su cañón otra vez ante la impasible Madam Edwarda.
—Si es
comprensible que estemos aquí más de media hora esperándola a qué nos diga dónde
está el maldito fragmento, tenga la bondad de ser razonable con el carácter
impulsivo e impaciente de mi familia, querida sacerdotisa.
—Lo… lo siento. —Se relajó la sacerdotisa.
—Eso está
mejor. Niñas, ¿por qué no salís a dar una vuelta con vuestro hermano mayor? Yo
tengo que hablar con Ira Kodih.
—Pero
madre, ¡está diluviando! —Se resistió una de las orondas cabezas.
—¡Id a
ver a los payasos inmediatamente!
—Bien,
mamá. —Respondió cabizbaja.
Asintió la madame al mismo tiempo que Damon y las Hammersmith
se marchaban de la lonja. La lluvia y el viento sonaban con fuerza en el
exterior.
—Ahora
podemos hablar en serio, ¿verdad?
—Tendrían
que haber ido al Ron Rojo, puede que el Club Unicornio ya haya llegado.
—¿Y dónde
creéis que están mis payasos?
El rostro de la sacerdotisa se extrañó. Sus manos
palparon algo en el interior del pez. Rápidamente las propulsó al exterior de
su estómago, sonriendo a Madam Edwarda. Tenía una caja pequeña entre sus manos.
El rostro de la mujer cubierto por el opaco paño se mostraba impertérrito, girando
levemente su cuello hacia el objeto demostrando cierto interés por el mismo.
El cuerpo de Abigail no pudo llegar a notarlo
pero si las pezuñas de Drago y las botas del mekamancer, habían llegado a un
recodo del pasillo invadido por agua. Sutcliffe les conminó a darse prisa,
encaramado en otra escalera, mientras no dejaban de oír a sus perseguidores
aproximándose. No tardaron mucho tiempo en abandonarlo. Otra escotilla les daba
la bienvenida filtrándose un líquido.
—¡Puff!
—Se asqueó la bestia—. ¡Agua salada!
—Sí señor,
sed bienvenidos al Ron Rojo.
Sir Cavendish fue el último en encaramarse a la
escalerilla. A él le tocó el honor de pringarse del moho que rodeaba la
escotilla, cerrándola. No había ninguna duda al respecto, el balanceo de la
superficie que estaban invadiendo les decía que se encontraban bajo los
dominios del agua. La arcanista tampoco llegó a comprenderlo del todo, su
cuerpo seguía levitando ligeramente un par de centímetros del suelo de madera
de una especie de camarote. El espacio era pequeño pero estaba bien utilizado
por su propietario. Rodeando todo el perímetro casi, empapelándolo, existían
baldas a su alrededor. Contenían libros y extraños objetos que otorgaban un
ambiente exótico a la estancia. No era el interior de un camarote cualquiera
sino más bien, el gabinete de las maravillas de un explorador. Sostenido
débilmente del goteroso techo de láminas de madera, colgaba una lamparilla que
iluminaba, zigzagueante toda la estancia abocándola a una oscuridad o a una
claridad según el movimiento oscilante. Sutcliffe les dio la espalda para
arrinconarse en un perímetro conquistado por las sombras. Desapareció de su
visión escasos segundos, los suficiente para que el resto oyese como la última
escotilla era golpeada violentamente debajo de sus pies.
—Tenemos
que ser prestos, señores… —ladeo su gorra, sonriendo a Abigail—… y señora.
La arcanista asintió con una sonrisa. El resto pudo
ver que entre las manos del marinero había un objeto.
—Sabía
que iban a venir. Les estuve espiando desde el incidente del almacén de lady
Usher y créame, no era el único.
—Estamos
acostumbrado, capitán. —Ironizó el mekamancer—. Somos un club muy social.
—Bien, ¿Quieren
el fragmento de la Estela de Moloch, verdad?
—Un amigo
nos dijo que usted la tenía.
—El mismo
que me visitó hace un par de noches, dándome el susto de mi vida. ¡Maldito
Blackmore! ¡Ni muerto dejas descansar! Él tuvo la culpa de todo este lío. No
tendría que darles la maldita piedra.
—¿Se la hubiese dado a Moloch?
—Estuve a
punto de dársela créame y la verdad, no
sé porque todavía no lo hice. Lo único que sé es que lo que trajimos de Tyr es
malo para todos. No solo para los seres humanos, no señor. Para las hadas, las
bestias, los marcianos y los deformes como yo. Creo que al final, esa fue la
razón y ¿saben una cosa?... esa fue la razón primigenia del Pozo, cuando se
fundó.
Ni los golpes más contundentes cada vez sobre la
escotilla, hicieron girar los rostros de los tres miembros del club Unicornio.
Eran conscientes no sólo de lo que
estaban a punto de escuchar, sino de que controlaban su tiempo como pocas veces
lo hubieran hecho. El monólogo del capitán Melville Sutcliffe prometía sin duda
alguna.
—Al
principio fue algo… —vaciló el marinero—… bonito, supongo. Ayudar a aquellos
que nadie ayuda. ¿Utópico? Pero como todo, al final se fue liando y no se tardó
en formarse un movimiento contestatario, que al principio como digo no estuvo
mal incluso era necesario. Cualquier crítica al sistema es buena, y créanme éste
nuestro hace aguas, y nunca mejor dicho, por todas partes. —Las goteras del
camarote se amplificaban rítmicamente—. Pero cuando el joven ilusionista iba
desapareciendo en favor del demagogo, cuando el discurso racional iba siendo
metamorfoseado por uno retórico, cuando el más populista e irascible sustituía
al más clarividente… Fue en esa época cuando llegó Madam Edwarda y la ira y la
rabia se hicieron combustible esencial en sus discursos y sus acciones. Por eso
que no os debe de extrañar que La República del Pozo este aliado con Moloch,
mañana lo estará con el Dragón y pasado… con la Embajada, quién sabe.
—Es sólo una cuestión de tiempo. —Concluyó el
mekamancer.
—¡Exacto!
De repente la escotilla se abrió.
—Y creo que no vamos a tener mucho aquí.
El agujero empezó a expulsarlos en manadas. Eran
pequeños y ágiles y portaban sus grandes cachiporras, golpeando el aire con
ellas. A cada bandazo, le acompañaba una sonrisa y se podía contemplar una
colección de dientes afilados, como si solamente resaltasen un tipo, los
colmillos.
—¡Tengan!
Las manos del mekamancer recogieron el fragmento.
—¡Destrúyanlo!
—¿Cuántos
puede haber?
Al marinero no le dio tiempo a contestar, una
avalancha de Payasos lo hizo desaparecer. Sir Cavendish apuntó a la masa pero
no lograba ver al capitán del Ron Rojo. Los puñetazos y patadas de Drago
encontraban refugio en los rostros y los cuerpos de sus atacantes, que en vez
de retroceder, parecían asumirlos con suma devoción. Caliburnus no deja de
alimentarse de la carne de los payasos desmembrando sus enclenques cuerpecitos.
Al abrir
la caja su contenido dejó de ser secreto. Las dos mujeres miraron el interior y
después levantaron sus cabezas y confrontaron sus miradas.
—¡QUÉ
SIGNIFICA ESTO MADAM EDWARDA!
La señora se echó para atrás y se subió su vestido.
La cosa que llevaba debajo empezó a moverse nerviosamente. Ira Kodich también
retrocedió y tiró la caja, estaba completamente vacía.
—¡HABÉIS
TRAICIONADO A MOLOCH!
—No
digáis estupideces.
La sacerdotisa miró a la señora y deslizó sus
pálidos brazos por su vestido. Sus manos no tardaron en buscar sendos puñales
plateados. Ira contemplaba enfadada a la señora al mismo tiempo que se
arrodillaba, presentando a sus “amiguitos”.
—¿No lo
veis? —Se justificó la Madam—. Yo también he sido traicionada por ese maldito
capitán de agua dulce.
Al mismo tiempo que hablaba, Madam Edwarda tampoco
perdía el tiempo, su huesuda mano derecha se deslizó sutilmente y abrió la
jaula de su bicho.
—¿Dónde
está el maldito Fragmento?
El chorro de fuego golpeó directo a la pila de
cajas de madera y tardó en incinerarlas pocos segundos. La lluvia cada vez era
más visible pero era imposible apaciguar el fuego reinante, que se iba
expandiendo por el resto de la geografía de Bermondsey. Se empezaron a oír las
primeras sirenas de los bomberos lejanas mientras el pirómano parecía estar en
trance, Damon no paraba de reírse y disfrutar de su espectáculo de fuego como
si fuese un niño. Brincaba y se movía como tal ante los ojos de sus hermanas
que rápidamente dejaban a su hermanito bailando solo para empezar a encontrar
algo que llevarse a la boca. Algún resto podrido si hiciese falta. Sus orondos
rostros se encontraron con el de un payaso que las indicaba un sitio
concretamente.
—¡DAMON! PARA
YA!
A Damon le dio tiempo de soltar una de sus bolas
igníferas. Rodó hasta uno de los barcos varados y rápidamente saltó por los
aires. Damon también realizó un salto mirando los rostros de sus hermanas,
buscando algún tipo de aprobación por su acción pero solamente encontró la
negación en forma de pendular giro de sus rostros de izquierda a derecha. Damon
parecía seguir disfrutando como un infante mientras las hermanas Hammersmiths
ya mostraban cansancio en su comportamiento. Cuándo maduraría su hermanito
quisieron pensar.
—¡VAMOS!
Los hermanos Smith siguieron al payaso.
De una masa de payasos empezó a salir un
humillo negro. Velozmente y en ordenado número, empezaron a salir disparados
uno a uno. Sutcliffe apareció con una especie de cañón que empezaba a expulsar
fuego a diestro y siniestro. Los miembros del Club Unicornio se detuvieron.
—¿No se
creerán que soy una pobre alma esperando el purgatorio, verdad?
No les dejó responder el marinero porque
seguidamente empezaron más explosiones empañadas del humo negro, que salía de
una pequeña chimenea situada a un costado del cañón. La descarga venía
acompañada de una risotada exageradamente contagiosa. O al menos eso fue lo que
le pareció a Drago que empezó a sonreír al marinero.
—¡Maldito
viejo!
—¡Je, je,
je! Cuando lleguéis a mi edad, ya me contaréis.
Un fogonazo quitó de en medio a un par de payasos
que iban a golpear a la bestia por detrás de su pelaje.
—¿Cuántos
años tenéis?
—Eso no
se pregunta, indiscreto.
Quien sonrió, otra vez, fue la arcanista a mandoble
perdido. Walther también dejaba alguna que otra sonrisa entre disparo eléctrico
de sus guantes tesla.
—¿Qué
pasó en el viaje de vuelta de Tyr?
—De todo.
Cada vez entraban más payasos y poco a poco iban
conquistando el reducido camarote de Sutcliffe.
—¿Quieren
marcharse ya?
Melvin Sutcliffe indicaba a los miembros del Club
Unicornio la escalerilla por donde saldrían a la cubierta del Ron Rojo. El
constante balanceo a veces los ayudaba pero otras, los perjudicaba haciéndoles
caer rodeados de los payasos. Uno de ellos mordió parte del muslo derecho de
Drago, éste no tardó en aplastarlo contra la pared del camarote.
—Gracias, Capitán. —Dándole la mano a
Sutcliffe.
—Recuerde, Sir Cavendish. Destrúyalo por el bien de TODOS.
—Así lo
haré, no le quepa duda, señor.
Uno a uno mientras no dejaba de escupir fuego por su
cañón, el capitán iba despidiéndose de todos.
—Milady,
espero visitarla en el plano astral.
—Le
estaré esperando en carne y hueso.
Mientras el cuerpo de la arcanista empezaba a
levitar hacia la superficie, no dejó de echarse unas sonrisas.
—¡EY! Deje de jugar y déjeme algunos a mí,
¿no?
Drago abandonó el último de sus payasos
retrocediendo hacia la escalerilla.
—Divio
Juckal te manda recuerdos. —Logró susurrar en las alargadas orejotas de la bestia.
Drago se quedó paralizado, oír ese nombre le produjo
un escalofrío. Se quedó congelado en el espacio y el tiempo.
—Si os he
contado todo eso del Pozo es porque creo que particularmente sois el elegido
para restablecer todo su poder originario y olvidar la vena terrorista del
mismo. ¡Sois la esperanza de muchos desfavorecidos!
A Drago le costaba reaccionar, y después de varios
empujones y algún que otro golpe de alguna que otra cachiporra, llegó a
despertarse y empezar la ascensión por la escalerilla dedicando a Sutcliffe una
sonrisa de aceptación, asintiéndole. Fue lo último que vio del rostro del
marinero porque nada más pisar con sus patas la cubierta mojada del Ron Rojo, éste
cerró su camarote. El marinero asintió para él y se dirigió a la masa concentrada
de payasos.
—¡Por
fin!
Los payasos empezaron a rodearlo mostrando sus
diabólicas sonrisas pero esta vez no le hacían la mayor de las sombras a la del
marinero que apuntando a su alrededor empezó a reírse en sus caras. El humo fue
cubriéndolo todo mientras solamente se oía el dolor de los payasos y la risa de
Sutcliffe. Fue intensa la carcajada pero duró poco. La escotilla que comunicaba
con el pasillo subterráneo salió expulsada con tal fuerza que se incrustó en
una de las paredes del camarote, haciéndole un agujero por donde ahora se iba
filtrando el agua. Rápidamente los payasos iban siendo succionados por la
corriente creada mientras el humo iba disipándose, dejando ver a Sutcliffe a
quien tenía en frente. Las hermanas Hammersmiths le esperaban con ambas
sonrisas y una gran cachiporra.
—Señoras.
El marinero se reverenció ante el obeso cuerpo y
levantando su rostro lo convirtió en diana. Su cañón iba a disparar pero el de
Damon fue más rápido. Un chorro de fuego golpeó directamente sobre el capitán
del Ron Rojo.
Los integrantes del Club Unicornio lograron saltar a
la dársena del embarcadero dejando al Ron Rojo a su libre albedrío. El fuego
volvía a reinar en la superficie como al principio de su aventura. Lo estaba
consumiendo todo y las sirenas se oían próximas. Al correr por el muelle Drago
fue el único que creyó ver entre los restos de payasos y maderas chamuscadas
una singular gorra con visera. Sutcliffe se despedía a su manera. La bestia lo
entendió a la primera, sabía lo que tenía que hacer a partir de ahora.
CONTINUARÁ...