Sentado enfrente de mi ordenador recuerdo mi
adolescencia en Medina y, salvo por lo que ya he narrado con anterioridad
acerca de mi pasión cinematográfiCa, la soledad siempre ha sido mi vasalla.
Quizás mi naturaleza pasada, forzada eso sí, nómada me haya preparado para
acostumbrarme a lo caduco. La prueba es que hasta ahora todo lo contado tenía a
un servidor como protagonista, como lógica en un proceso subjetivo reminiscente.
Y he tenido amigos pero siempre he pensado que no podrían compartir mis
aficiones, quizás preponderándome por encima de las suyas, ninguneándolos en
algunas ocasiones. Quizás también ese encierro de mi recuerdo sea asumido por mí
como algo normal en la vorágine, sí es que existe esa palabra, en un pueblo
castellano. Venía de un paisaje montañoso, que en invierno podría parecerse
lejanamente a los picos que aparecen en Track of the Cat y al confrontarlo con
la meseta castellana, se producía en mí un recuerdo desolador. Me venía a la
mente la serie de Don Quijote de la Mancha de Cruz Delgado, en donde en un
momento de los títulos de crédito, aparecía una desoladora panorámica de la
árida meseta castellana. El coro de Mocedades en la banda sonora amplificaba la
sensación a cotas casi elegíacas Mi afición al cine nació, como no cabe duda, de
las salas de cine y después se fue alimentado del vídeo Beta, del Vhs, Dvd y
por último del Blue-ray, pero todo rodeado de un contexto; el mío fue a la
sombra de un Castillo ubicado en una Mota, donde parece ser que fue hogar de
una reina. Rodeando a la construcción se hallaba un pequeño bosque que para un
adolescente se erguía como Encantado y en su corazón, podrías crear las mayores
aventuras que una mente joven podría albergar. Esos también son mis recuerdos
de Medina del Campo, entrelazados de cine y naturaleza, entre creación humana y
divina, y me gustan.
PROGRAMA DOBLE:
Los fantasmas son los únicos seres incorpóreos que
tiene capacidad omnipresente divina, o por lo menos la sugieren. Se pueden
desplazar a donde les venga en gana y atravesar lo que quieran. De esta manera
imagínense a estos entes poblando cualquier tipo de ficción de cualquier
género. Pues bien la elucubración puede ser pertinente en un género tan poco
dado para las apariciones como puede ser el Western, aunque no hace mucho nos
lo presentaron como el ring perfecto para ver a vaqueros contra marcianos
(Cowboys and Aliens, 2011), pero mirando atrás, podemos desarticular la
originalidad de la propuesta de Jon Favreau para descubrir que los fantasmas
siempre estuvieron entre nosotros, e incluso en el Oeste.
Tanto Track of the Cat (1954) como Chuka (1967) son
testigos de facto. Ambas ficciones, cuya matriz original son novelas, la
primera de Walter Van Tilburg Clark y la segunda de Richard Jessup, nos
posicionan en la fantasmagoría desde el mismo arranque de sus tramas. La
película de William A. Wellman posiciona un paisaje monocromo en un film en
color; unas montañas cubiertas por un manto de nieve imperecedero, acompañando
a los gigantes pinos negros que motean el camino de dos jinetes. Curiosamente
esa parte del comienzo sería un arcaico flashforward que terminará con el
fundido, retrotrayéndonos al germen de la historia. Y es curioso porque toda la
ficción de la película de Gordon Douglas se sostiene en un flashback también.
Un coronel del ejército de los Estados Unidos reporta a sus superiores los
hechos pasados acontecidos en el Fuerte Clendennon. El pretérito se hace
realidad con esta técnica creativa ubicando a sus muertos (origen de los
espíritus) en la traza del argumento ya que el territorio fantasmático por
excelencia no es sino el pasado de lo narrado y de los narratarios. Por lo
tanto vamos a ser testigos de una reminiscencia en el primer caso, los
personajes que han sobrevivido recordaran a los que se han ido, y a una crónica
en el segundo caso, la investigación de lo ocurrido, transformando a los
actantes del Fuerte arrasado en muertos vivientes.

“Despiértame
cuando llegue el momento de morir.”
James Whitmore (Lou Trent en Chuka).
Las palabras del actor resumen todo el clima
mortuorio que rodea a ese Fuerte construido en una explanada yerma. Más que fortificación,
es un mausoleo donde sus habitantes esperan su final y aquellos que se
incorporan, las dos mujeres, el conductor de la diligencia y Chuka (Rod Taylor),
empezaran a ser conscientes de que han llegado al último bastión de tierra
firme que les queda, más allá solo encontrarán dragones. Su llegada es muy
elocuente al respecto, porque anuncia sin tapujos su nefasto final. Se realiza
mediante un plano contrapicado cuando la diligencia se dispone a atravesar la
puerta de acceso del Fuerte. La cámara se ha posicionado a ras del suelo, como
si estuviera sepultada en la tierra, desde donde vemos aproximarse la
diligencia. Sólo existe un tipo de persona que comparte semejante punto de
vista y no está vivo precisamente. ¿Quién acaba en ese mismo plano terrestre?
Los muertos descansan enterrados en la tierra. Por lo tanto es una tumba la que
da la bienvenida a la diligencia y es también una tumba, lo que cierra la
película. Entre el plano contrapicado y el último plano se establece un diálogo
que arropa todo el metraje del film avocándolo a una elegía. Un lamento por
aquello que irremediablemente se acaba, como muy bien refleja el encuentro
amoroso entre Chuka y la señora Kleitz (Luciana Paluzzi), el duro pistolero
llora frente al rostro de su enamorada, sabiendo, quizás, que por fin ha
conseguido a su amada pagando un alto precio, la muerte; o la conversación
versada en la experiencia criminal profesional entre el sargento Hahnsbach
(Ernest Borgnine), que mata por el ejército, y Chuka, que lo hace al mejor
postor, siendo testigo el rostro, que lo dice todo de otro outsider, el del
ranger Lou Trent.

O sin olvidarnos otro rostro, y es que este western está
plagado de caras melancólicas, la del coronel Valois (John Mills) mirando desde
detrás de la empalizada de su Fuerte como, uno a uno van cayendo sus hombres, y
justo cuando decide plantar cara al enemigo, es cuando una flecha lo calla para
siempre, dejándolo suspirar sus últimas palabras: “que rápido ha sido todo”, ¿su pasado?, ¿su presente? o ¿su vida?
Track of the Cat, también posee un plano
contrapicado, y además desde una tumba, el hueco cavado por Harold (Tab Hunter)
para enterrar a su hermano. Además el ambiente frío del invierno y aislado, que
proporcionan las montañas, lo emparenta con el Fuerte Clendennon de Chuka,
convirtiendo la granja en la última frontera entre lo civilizado y lo salvaje.
Entre la tradición y la novedad, entre la raigambre y la partida. El título
original nombra a la pantera como si fuese un gato, cosa que elimina el título
español, El rastro de la pantera. Índico la existencia del animal porque será
junto con la presencia de la vecina (Diana Lynn) y futura mujer de Harold,
agentes desestabilizadores del ecosistema creado por la matriarca del lugar, Ma
Brigdes (Beulah Bondi). Ambos son catalizadores de la psique humana: el animal
representa el miedo, sin mostrarse, solamente insinuada por los rugidos y los
espasmódicos movimientos de los árboles, y la mujer escenificando la tensión
sexual en la comunidad. En el patriarca
de la casa (Philip Tongue), que la acaricia casi sobándola, o en el otro
hermano, Curt (Robert Mitchum), que la mira desafiando su propia persona,
insinuando un deseo oculto hacia ella, sin olvidarnos de su novio, el joven
Harold, que solamente después de yacer con ella, será capaz de actuar con voz
propia; incluso, sobre la hermana, agría y solitaria miembro de la familia Bridges,
junto con ella, la oiremos reír al principio del film.

El único obstáculo que
encontrará la extraña será la figura de la Madre, castradora lorquiana y
manipuladora emocional. El director lo sabe y la presenta de manera ejemplar:
aparece rígida como una estatua al fondo de la cocina, apunto de preparar el
desayuno, cuando Curt abre la puerta de su habitación. Una vez que Curt entra
en la cocina, es ella quien cierra la puerta dejando aislados a los otros dos
hermanos en la habitación, mientras que ella comparte el espacio de la cocina
con Curt. Para ella, Curt siempre será el hijo pródigo, el más querido porque
aúna su fuerza y rabia. Es su brazo derecho a la hora de dirigir la granja. El
director constata su maestría rubricando el momento con un ligero paneo hacia
la izquierda, pero rápidamente corrigiendo la posición regresando a su posición
originaria, contemplando el momento furtivo de la madre encerrando a sus dos
hijos y quedándose con el que le interesa. Y es que la madre es una
superviviente nata, embutida con el luto, se trasformará en la verdadera
pantera cuyas garras extiende a todos los miembros de su camada. O se está de
su lado, como es el caso de Curt, o se está en contra, como su marido embutido
de alcohol (se pasa la mayor parte de la función buscando su botella de whiskey
en los lugares más insospechados del salón), aislándose en otro plano de
realidad, uno que le reporta satisfacción etílica pero que sin embargo, lo
anula por completo frente a la presencia de su esposa. Nada más empezar y ya
William Wellman nos fulmina con su sabiduría; un saber que se ha perdido, aquel
que contaba con la cámara la psique humana. Un plano, unos segundos y una
planificación actoral milimétrica dan como resultado el placer de contemplar la
perfección hecha narración visual. La resonancia de esta forma de contar se
amplifica con aquellos momentos donde, o bien utiliza a Joe Sam (Carl Switzer)
como representación fantasmal, o bien cuando destruye la cuarta pared de una
manera sutil, cada vez que los personajes entran en la habitación donde se
encuentra el cadáver de uno de los hermanos. La película empieza después de los
títulos de crédito, en la granja y el primero en despertarse es Joe Sam, que
hará lo mismo con los hijos de la familia Bridges. El personaje es una rémora
de un pasado trágico que convive con la incertidumbre de un presente solitario
y asediado por la amenaza de la pantera, pero no como animal, sino como
espíritu, como fuerza de la naturaleza que arrasa con todo. La pérdida de su
familia por una pantera lo arrebató su consciencia y lo ha envuelto en manto de
fantasía, transformándolo en un fantasma, que como muy bien demuestra la
maestría del director moviendo a sus actantes en el escenario, nos lo hace
desaparecer delante de ellos mismos. La secuencia es aquella en la que Harold
cuenta a su novia, delante de su madre y padre, el origen y presencia de Joe
Sam con ellos. La génesis del fantasma relatada como si de un cuento fuese, no
solo embauca a los protagonistas sino también al espectador extrañado, que mira
el rostro de la novia también compartiendo ese desconcierto cuando descubra que
Joe Sam ya no está entre ellos. Otro ejemplo de gallardía artesanal será el
derrumbe de la cuarta pared en aquellas secuencias, donde se introduzcan los
personajes para velar al hermano caído. Solo el espectador avispado de los
entresijos del proscenio se dará cuenta de la caída del muro, desarticulado por
la propia cámara cinematográfica, que en un alarde de asunción del punto de
vista, se posicionará delante de los actores creando la sensación de la que se
alimenta el cine, la percepción de la realidad, aunque esta sea fantasmal.
